Por Verónica Klingenberger
La poesía de José Watanabe responde a su biografía. Nacido en el desierto en 1946 e hijo de uno de los miles de inmigrantes japoneses, el poeta reconoció siempre a sus padres y a su pueblo natal como punto de partida de toda su sensibilidad poética. Él y sus hermanos crecieron entre algarrobos y lagartijas, bajo el sol inclemente de Laredo en Trujillo; ese sol que, como dice él, le enseñó a caminar ‘empujándolo con el hocico’.
Desde su primer libro, Watanabe deja claro su profundo respeto y admiración por la poesía japonesa. Sus poemas tienen la quietud del haiku, esa contemplación de lo cotidiano que solo puede traducirse en pudorosos versos que revelan lo esencial e inasible. Su obra es un acerado ejercicio de inteligencia y sensibilidad contenida, y reiteradamente hace referencia a aquellos poetas que le leía su padre de niño —Matsuo Basho, por ejemplo—, entre los pollos y patos del corral de su casa. La poesía occidental también jugó un papel importante en Watanabe, así como en la mayoría de poetas peruanos a partir de los 60. De la mano de poetas como Wallace Stevens, sus poemas se llenaron también de narratividad y diálogos.
Watanabe escribió desde muy temprano con la templanza que dan los años. En sus primeros poemas no hay un intento por hacer reflexiones filosóficas, ni sentenciar grandes verdades universales. Su poética responde al arte de describir sin sacar conclusiones y dejar que el lector se conmueva ante una imagen o situación. ‘El haiku es un ejercicio de pudor frente al propio descubrimiento de la belleza’, escribe.
A ambos lados del Pacífico el refrenamiento crecía por igual en sus padres. Su madre, heredera de otro tipo de sabiduría, no tan distante de la de los honorables samuráis, también marcó al poeta. La sabiduría andina podría tener un halo de aspereza. Pero la fortaleza que se impone en las familias de la sierra peruana está presente en su trabajo. Él mismo ha escrito sobre su madre: ‘Yo admiraba sus frases. Eran bellas. Estaban relacionadas con cosas cotidianas que de pronto alcanzaban la densidad de lecciones morales a veces despiadadas. Muchas de sus frases, pronunciadas como sorpresivos azuzamientos o estímulos para remontar nuestras debilidades, han terminado imponiéndose en mis poemas’. El poema El guardián del hielo puede ser una de las pruebas más hermosas: No se puede amar lo que tan rápido fuga. / Ama rápido, me dijo el sol. / Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino, / a cumplir con la vida: / yo soy el guardián del hielo. (Extracto de El guardián del hielo, Cosas del Cuerpo, 1999).
La tercera gran influencia en la obra del poeta es Laredo, ese espacio mental que acoge a toda su obra y en la que se sitúa siempre para construir su imaginario. Laredo se convierte en un escenario casi bíblico para las construcciones literarias del autor. Laredo es su pueblo natal, pero también un artificio: la escenografía perfecta, cargada de sabiduría, de verdad histórica, de parábola. Watanabe es un poeta de miradas. Su poesía está cargada de silencio. Cuando escribe sobre algo que ve, parece que lo hiciera con la ferviente convicción de quien sabe que toda palabra es inexacta. A casi 70 años de su nacimiento y a tan solo ocho de su muerte, ese silencio es siempre un buen refugio para escucharnos.