Por Verónica KlingenbergerPeriodista@vklingenberger
Hace muchos años, un amigo diez años mayor que yo me hizo una pregunta que cambió mi perspectiva sobre la juventud: ¿qué mérito tienen los jóvenes?, me preguntó con curiosidad, seguramente luego de que yo lo provocara con algún comentario relativo a nuestra diferencia de edad. Por ese entonces, yo era precisamente joven y como tal asumía, equivocadamente, que por mi edad valía más que ancianos, niños y adultos contemporáneos como él, sobre todo. La vejez y la muerte eran aún asuntos lejanos, casi invisibles. Tenía 23, era inmortal e invencible.
Pero algo de lucidez tendría que haber en esa joven versión de mí misma porque la frase se quedó resonando en mi cabeza hasta hoy, casi 20 años después. Fue una lección inmediata de humildad que llegaba como la exposición de un hecho concreto. ¿Por qué los jóvenes nos sentíamos más? ¿Por qué nos reíamos de los mayores? ¿Cuál era nuestra gran hazaña? ¿A quién le habíamos ganado? Ciertamente a nadie, pero nuestro desenfado nos hacía creer que lo merecíamos todo y que lo podíamos todo.
En Lima, a diferencia de otras partes del Perú, el anciano es abiertamente discriminado. No hay un respeto real inculcado en nuestra cultura más allá de la atención preferencial en bancos y otros servicios afines (al menos, no como el que se promueve en países como los asiáticos). No digo que no respetamos o cuidamos a nuestros propios viejitos: abuelos y tíos son acogidos con cariño y dedicación por la mayoría de familias, a diferencia de lo que puede pasar en Estados Unidos o Europa. Pero hay otro tipo de abandono y desprecio, que se refleja claramente en los miserables programas de jubilación, por decir algo concreto, o en la imposibilidad de acceder a un seguro de salud decente sin pagar una fortuna.
Hace unos días, el centro comercial Real Plaza Salaverry apareció en las noticias por un supuesto caso de discriminación ante un anciano. El local fue clausurado y luego reabierto al día siguiente al comprobarse que el supuesto discriminado era más bien el agresor, un sujeto que en varias oportunidades había agredido a clientes del establecimiento (una joven lo acusaba de haber golpeado su auto con un palo) e insultado a los propios vigilantes.
En el escándalo se involucraron todos, seguramente atraídos por la multa y el riesgo al negocio: la gerencia del centro comercial, la Municipalidad de Jesús María, la Defensoría del Pueblo y el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables. Al final, claro, todo se arregló con un apretón de manos a puerta cerrada. ¿Y qué pasó con el anciano? ¿Alguno de esos organismos del Estado atinó a quitarle el palo y ofrecerle un techo, cuidado y atención médica? No. La noticia era el mall cerrado. El anciano era un personaje secundario, casi anecdótico, como los miles que deambulan por las calles pidiendo limosna o trabajando en lo que puedan cuando lo que les correspondería es descanso y cuidado en manos de instituciones que existen gracias a nuestros impuestos.
Por eso, la próxima vez que veas un anciano recuerda dos cosas: que él también fue joven y que tú también envejecerás, si es que todo va bien (guiño cruel). Ofrécele atención y un trato respetuoso e igualitario, que no hacen falta ceremonias ni formalidades. Si alguien tiene algún mérito son ellos: el mérito de haber sobrevivido en un país como el nuestro.
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