POR VERÓNICA KLINGENBERGERPeriodista@vklingenberger
Últimamente, cada vez que me siento a ver la televisión exhausta de todo, aparecen frente a mí, con el chirrido de una buena frenada, las dos mismas películas: Easy Rider y Thelma y Louise. Y algo, una vocecita interna, luego de comprobar que nadie la juzgará por cojuda o alienada, dice despacito pero con convicción: ‘hell yeah’.
¿Qué pasa últimamente? ¿Por qué cada vez que quito el noticiero con asco y subo corriendo canales, 23, 41, 80, termino una y otra vez sentada sobre la Harley o el Thunderbird azul? Quiero pensar que hay una explicación detrás de todo, más allá de la deliberada programación del cable de turno. Entiéndanme bien, no soy una esotérica, ni veo insights hasta en mi desodorante, pero en los momentos más pesados de la vida, cuando uno se siente de verdad fastidiado por todo, las casualidades tienen que estar justificadas por algún mensaje oculto que nos dé la clave del éxito, del entendimiento o, si tenemos suerte, de cierta paz bien merecida a mis 42 años.
¿Pero qué pueden decirme tres fumones que creen en la libertad y se dan tiempo todavía, y a dios gracias, de hablar de extraterrestres frente a una fogata? ¿Qué sabrá ese orate que se pone un casco de fútbol americano para ir a pasear en moto con esa maravillosa desfachatez que solo un joven Jack Nicholson puede tener? ¿Y qué con las dos chicas maltratadas por sus respectivos machos, que aburridas de todo deciden romper con su rutina de electrodomésticos, subirse a un descapotable celeste, matar a un vaquero violador, robar una gasolinera, tirarse a un ladrón y acelerar sin dudarlo hasta dejar el medio oeste americano detrás y llegar a México? De hecho, envidio a esos personajes hasta justo un par de minutos antes de que los maten a quemarropa o se tiren por el barranco. Hell no. Yo no quiero eso. Pero sí los quiero a ellos. Quiero sus motos, o mejor aún, ese convertible.
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Quiero acelerar por esas carreteras sin huecos ni tráfico sintiéndome rebelde y libre, quiero que me acompañe alguien callado y el mejor soundtrack, quiero ponerme unos lentes de sol gigantes y antiguos, quiero estar sucia pero guapísima, quiero tomar tequila del pico de una botella vestida de bolsa de papel, fumarme un cigarro mientras mi copiloto se queda dormido y sentirme casi casi tan bien como la mujer maravilla en su avión invisible: a toda velocidad y sin que nadie me vea. Quiero estar en el asiento de atrás esa noche en que Thelma le dice a Louise que siempre quiso viajar pero que nunca tuvo tiempo. Y quiero abrazarlas cuando Louise, al volante, le responde que bueno, que aproveche ahora y ambas sonríen asustadas y cómplices, asesinas y ladronas. Quiero huir. Quiero manejar para siempre y que la gasolina la pague otro. Quiero largarme de aquí sin tener que llegar allá. Quiero todo eso y lo quiero ya.
Ya sé que hay que madurar. Ya sé que hay que trabajar. Ya sé que hay que apagar la tele. Ya sé que hay que pagar cuentas y cuentas hasta que un día decidamos tirarnos por el barranco o nos llegue la muerte sin haber disparado nada más que ese control remoto sin pilas que empuño algunas noches como si fuera mi vida. Ya sé que no tengo moto ni convertible ni tequila ni la melancolía de Wyatt, la desfachatez de George, la locura de Billy, la entereza de Louise o la espontaneidad de Thelma. Pero quizás sí tenga esas mismas ganas de mandar a todos a rodar a veces y sentirme verdaderamente libre al menos por un día.
Quien sabe, puede que hasta me tatúe un escorpión en el hombro derecho y me gane una papeleta por exceder el límite de velocidad. Nadie habló de matar a nadie.
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