LUIS CARLOS ARIAS SCHREIBER
Cuando el amable guía anunció que el recorrido duraba aproximadamente dos horas y media, hubo cruces de miradas nerviosas en la recepción-boletería de la Casa Museo Vargas Llosa. Éramos tres familias con diez niños que habíamos aterrizado en el lugar por una suma de azares -el hotel quedaba a un par de cuadras, el sol quemaba inclemente afuera, la Momia Juanita no estaba presentable al público-, con la consigna de dedicarle como máximo una hora (el pelotón infantil había sido llevado con engañifas y a regañadientes).
El larguísimo video de introducción exhibido en esa misma sala avivó el cuadro generalizado de anticipación catastrófica. En el making of, se veía en la pantalla a Lucho Llosa, director del proyecto, aquí y allá, de frente y de espaldas, dando instrucciones a los actores, diseñando maquetas, armando escenografías… De vez en cuando, se veía al propio Vargas Llosa, que hasta entonces parecía como que solo pasaba por ahí para saludar. El primer mensaje, lo entendimos poco después, estaba dado: aparte de ser un museo dedicado a repasar la biografía -mejor dicho, hagiografía- del Nobel peruano , se busca destacar la presencia fundamental de la familia materna y conyugal del escritor, el clan Llosa, hasta niveles aplastantes.
A esas alturas -apropiadamente volcánicas-, acometer en bicicleta la subida al Colca parecía una alternativa más viable de bucólico paseo familiar para pasar la mañana arequipeña. Hasta entonces, lo más divertido había sido adivinar los nombres de las novelas de Vargas Llosa que se lucían en las vitrinas de ingreso en publicaciones traducidas a idiomas como el alemán (Der Krieg am Ende der Welt), el rumano (Pantaleone ?i vizitatoarele) o el japonés (imposible recordarlo).
Hasta que empezó el recorrido (máximo 12 personas por grupo, con los niños pueden hacerse excepciones) por el segundo piso de la casa en la que Vargas Llosa nació el 28 de marzo de 1936 y pasó su primer año de vida. El guía anunció que pasaríamos por ¡16 salas! (menos mal que los Llosa se mudaron pronto a Cochabamba) con despliegue de hologramas, tecnología 3D, videos, ambientaciones, efectos especiales. Y de pronto se hizo la magia.
Un holograma a cuerpo entero de Vargas Llosa nos habló directamente, invitándonos a visitar su casa natal y meternos en su vida y sus libros. La cosa mejoraba, sobre todo para los niños, tan afectos al artilugio tecnológico. Más hologramas escenificaron el nacimiento de Marito, lo vimos luego de niño conociendo a ese señor que era su padre, viajamos en un vagón de tren por sus atribulados años juveniles, llegamos al Café del Boom Latinoamericano en Barcelona, pasando de sala en sala, divertidísimos todos, por escenas de sus libros, la campaña del Fredemo, la entrega del Premio Nobel…
Sentados a una mesa, los personajes de sus libros interrogan al propio escritor: ¿En qué momento se jodió el Perú?, le pregunta Zavalita. ‘Un país no se jode de golpe, sino de a pocos, por ejemplo, en cada golpe de Estado’, responde Vargas Llosa. En diálogo familiar, se escucha al escritor desconcertarse ante alguna minucia doméstica. ‘Ay, Mario, es que solo sirves para escribir’, le regaña cariñosa Patricia (por supuesto, en casa de los Llosa, de la Preysler ni palabra).
Las temidas dos horas y media transcurrieron sin bostezos ni pataletas. Salimos al sol del mediodía arequipeño, la hora precisa para ir en busca de una picantería tradicional donde los niños comieran su milanesa con papas fritas.
Casa abierta
• Dirección. Av. Parra 101, Vallecito. A menos de 10 cuadras de la Plaza de Armas.
• Horarios. Atiende de martes a domingo de 10 a.m. a 5 p.m. Hay dos recorridos por la mañana y dos recorridos por la tarde (cada uno de 2 horas y media de duración).
• Entradas. S/.10 (adultos). S/.5 (niños). Bien pagados.
• Contactos. Facebook ‘Casa Museo Vargas Llosa’: https://www.facebook.com/casamariovargasllosa/?fref=ts