JORGE SÁNCHEZ HERRERANómena Arquitectura – Arquitecto/urbanista
Algunos de los mejores artículos que he leído últimamente sobre la relación entre arquitectura, ciudad y sociedad no fueron escritos por arquitectos o urbanistas. El crítico gastronómico Ignacio Medina opinaba sobre la relación que debe tener el concepto de un restaurante con el barrio donde se ubica, Gastón Acurio sobre la importancia de la bodega, del negocio de barrio, y Natalia Majluf fue clara en la necesidad de que el aislado Museo de Arte de Lima (MALI) sea parte de un sistema urbano mayor.
Hace unos días, tras los ataques en París, el economista Paul Krugman escribió para el New York Times: ‘No pretendo minimizar la tragedia. Por el contrario, pretendo enfatizar que el mayor peligro del terrorismo en nuestra sociedad no se deriva del daño directo que ocasiona, sino de las respuestas desacertadas que puede inspirar’.
A fines de los años ochenta, Lima comenzó a cambiar. Recuerdo el momento en que los edificios donde mis amigos, familia y yo mismo vivíamos comenzaron a ocultarse detrás de rejas y cercos eléctricos. Era entendible, la violencia que parecía lejana estaba, literalmente, a la vuelta de la esquina. A mis 33 años, pertenezco a la generación que vio nacer y evolucionar la arquitectura del miedo. Varios años después, el ‘boom inmobiliario’ se encargó de reemplazar las rejas y cercos, estandarizándolos en forma de interminables muros, casetas y cámaras de videovigilancia. Hoy la arquitectura del miedo no solo se permite, sino que se promueve en forma de normativas.
¿Pero se justifica la arquitectura del miedo hoy? Si bien vivimos en una ciudad que está lejos de percibirse como segura -y los medios no hacen más que enfatizar esta idea-, Lima se encuentra muy lejos de lo que fue a fines de los años ochenta. Y si bien es cierto que, en parte, hemos recuperado la idea de utilizar el espacio público, cabe preguntarse: ¿Por qué seguimos construyendo una ciudad producto de una época que ya dejamos atrás? ¿Por qué seguimos construyendo edificios con los mismos muros que impiden que se relacionen con la calle? ¿Por qué no dejamos claro que la ciudad es nuestra y no de los delincuentes?
Encerrarse es entendible. Si hiciese una encuesta entre la gente que conozco, la gran mayoría me diría que se siente más tranquila escondiéndose detrás de una pared. Pero pensar así es un grave error. Parafraseando a Krugman, el mayor peligro de la violencia urbana no se deriva del daño directo que nos causa, sino de cómo reaccionamos como sociedad. Ocultarnos puede darnos una aparente sensación de seguridad individual, pero al reducir las posibilidades de actividad en la vía pública e impedir la vigilancia natural que generan quienes habitan los edificios, estamos dejando las calles desoladas. Y, no lo duden, esa es la mejor manera de promover la inseguridad.
La primera frase de esta columna no me enorgullece. Si alguien debiera ocuparse de formar a la sociedad en asuntos de arquitectura y ciudad somos precisamente los arquitectos y urbanistas. Pero parece que hace mucho perdimos esa sensibilidad -como la que tienen Medina, Acurio y Majluf- para decir las cosas de forma que puedan ser tomadas en cuenta. Cada dos semanas, desde esta columna, les daremos un punto de vista sobre cuán importante es que volvamos a pensar en la arquitectura para tener mejores ciudades, y viceversa.