La trabajadora temporal queda ligeramente impactada por el interrogatorio en el almuerzo
Por: Douglas Copeland
Nos sentamos en el Saipan, un restaurante japonés atendido por una escandalosa familia de bielorrusos. Al lugar se llega rápido si cortas camino por la puerta de al lado del parqueadero de AmQex, la contratista de defensa, y excursionas sobre unas bermas de pasto marrón, vigiladas por unas cámaras de circuito cerrado de televisión ubicadas en unos postes blancos.
Rápidamente ordenamos dos bandejas de bento y nos sentamos cerca de una ventana. ‘¿Cómo va el trabajo temporal?’, preguntó Sara. ‘Me he acostumbrado a la sensación de ser desechable’. ‘¿Supiste sobre lo del incendio del almacén, no?’. ‘¿Sobre qué del incendio?’. ‘La esposa de Kevin Taylor lo empezó’. ‘¡No!’. ‘Sí, quedó grabada en las cámaras de AmQex’. Me hice la desentendida. ‘Dios santo, por qué?’. ‘Nadie más sabe. Danimal me contó’. ‘Huh’.
Nuestros pedidos llegaron y comimos rápido. Sara no me decía a qué se debía nuestro almuerzo, pero de repente lo hizo: ‘¿Tu y Kyle son pareja?’. Por primera vez torcí los ojos. ‘¡No! Sigo sintiendo que él y yo somos dos pandas en un zoológico chino en el que todos están a la espera de que nos apareemos’. Recordé mi compromiso de ser amable. ‘¿Por qué lo preguntas?’.
‘Porque pensé que quizás él y yo…’. ‘¡Sara, tienes 40!’. ‘¿Y?’. ‘Lo siento, se me salió. Pero de verdad, Sara, tú tienes 40 y él, por mucho, 25’. ‘Qué mejor’.
Aspiré una bocanada de aire. ‘Bueno, él es todo tuyo. Además, está cerca de obtener un empleo en la refinería, por lo que también está listo para sentar cabeza’. ‘¿Crees que soy una pervertida?’. ‘No, creo que deberías ir por él y te deseo buena suerte. Él puede conseguirte descuentos en accesorios para el monopatín, también’. ‘Miau’.
‘Mi cerebro está digiriendo toda la situación’. Comimos las sobras de alguna aceitosa fritura japonesa. Luego caí en la cuenta de algo: ‘De verdad fue muy amable de tu parte que me hayas preguntado antes de cualquier cosa’. ‘No soy un monstruo y no soy otra Sara más de la oficina’ ‘Supongo que no’.
Al devolvernos nos acercamos a dos tipos viejos que sostenían letreros de cartón al lado del semáforo. Uno decía que era veterano de la guerra de Afganistán, el otro simplemente era viejo y triste. Sara y yo nos miramos. ‘¿Qué vamos a hacer?’, le pregunté. ‘Siempre les doy algo a los viejos porque, en serio, qué van a hacer, ¿convertirse en recibidores de Wall Mart? Si fueran jóvenes creería que son drogadictos, y por eso no les daría dinero. Pero el afgano no se ve drogo’. ‘Simplemente se ve perdido y olvidado’.
Terminamos dándoles 20 dólares a cada uno y Sara hizo algo genial: les preguntó el nombre a ambos, y ellos se sintieron tan contentos por el simple hecho de decírselo a alguien y luego oír que otra persona lo repetía. Es como si el mundo se acordara de nuevo de ellos. El viejo se llamaba Kurt y el más joven, Darren.
Cuando volvimos a la oficina, había seis patrullas de la policía en el parqueadero con las sirenas encendidas. Uh oh. Y furgonetas. Y una unidad canina.