“Amor de verano”, por Verónica Klingenberger

“Para curarnos de las cosas más rápido de lo que deberíamos, nos desprendemos tanto de nosotros mismos que a los 30 años ya estamos en bancarrota”.

POR VERÓNICA KLINGENBERGERPeriodista@vklingenberger

Hay algo quieto y hermoso en la elogiada película de Luca Guadagnino. Puede ser esa delicada contraposición de fuerzas, como si los cálidos colores de un verano al norte de Italia tensaran un amor intenso y contenido que hace todo por esconderse detrás de los lentes de sol con más onda de los años 80.

Las cosas suceden a su propio ritmo en ‘Llámame por tu nombre’ (Call Me By Your Name). Es el ritmo pegajoso y despreocupado del dolce far niente italiano, ese ocio ilustrado, siempre sazonado por la mejor cocina y el mejor vino, por diálogos honestos, árboles, ropa de baños lo precisamente cortas, camisas abiertas y un par de bicicletas que permiten sobrevolar una hermosa villa al norte de Italia: es 1983 cuando Oliver (Armie Hammer), un estudiante estadounidense recién graduado, visita a su profesor en la casa de veraneo de este. En esa suerte de intercambio estudiantil, el precoz Elio –interpretado de manera brillante por Timothée Chalamet- debe ceder su cuarto al invasor, el asistente de su padre, una suerte de escultura griega de veintitantos años. Elio, a sus 17, es sofisticado y también bello: es músico (escribe, lee, compone, toca el piano y la guitarra) y siempre lleva un libro bajo el brazo. Obviamente, lo que le sigue a esa aversión mutua inicial (el miedo de siempre) es la transformación de una amistad en deseo y adoración: a fin de cuentas, es el primer amor de Elio y probablemente el último de Oliver (aunque eso pueda ser sospecha, prejuicio y hasta spoiler, para los más radicales).

‘Llámame por tu nombre’ es el tercer film de una trilogía sobre el deseo dirigida por el cineasta siciliano. Y quizá por eso, en él lo erotiza todo –nunca más volverás a ver un durazno de la misma forma-. El guion, extraordinaria adaptación de James Ivory de la novela de André Aciman, narra con sensibilidad sureña y aparente sencillez la historia de amor entre dos hombres. En realidad, tres, porque el personaje del padre llega a ser tan crucial para la trama que al final cuesta comprender si el eje de la película es el deseo o más bien el afecto fraternal, la familia. Quizá sea el amor en sí mismo, una idea que podría resumirse en que para vivir plenamente debemos atrevernos a sentir con intensidad.

En una de las escenas finales, hay un diálogo para atesorar. El padre, impotente ante un corazón roto, dice -y este es solo un extracto y un ejemplo de la calidad del texto detrás de esta historia-: ‘Para curarnos de las cosas más rápido de lo que deberíamos, nos desprendemos tanto de nosotros mismos que a los 30 años ya estamos en bancarrota. Y cada vez tenemos menos que ofrecer a un nuevo amor. Pero no sentir nada para no sentir nada, ¡qué desperdicio!’.

Esta es una de esas películas independientes que resultan más ambiciosas que el blockbuster más millonario. Su pretensión y su triunfo están en reflejar lo que somos sin subir el tono. Y en recordarnos lo que queremos ser con solo un plano frente al cual un niño -un hombre- llora desconsoladamente.

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