(Opinión) Identidad Peruana

“Los peruanos estamos acostumbrados a esperar por horas”.

VERÓNICA KLINGENBERGER

El trámite debía ser rápido, según me habían advertido. Solo debía llevar mi DNI, una copia de mi DNI y 39,30 soles para hacer el pago correspondiente en el Banco de la Nación. A las dos en punto de la tarde llegué a las oficinas del estacionamiento del Óvalo Gutiérrez.

Todo empezaba de abajo hacia arriba, como debe ser. En el sótano del sótano, a lo Dante, unos cincuenta compatriotas resoplaban impacientes mientras esperaban su turno sentados en sillas blancas de plástico. Las sillas estaban ordenadas como si se tratara de una gran clase de mecánica o de un teatrín subte donde el protagonista era un hombre de unos 60 años caracterizado de vigilante: chompa, chaleco, pantalones y gorra marrones. Botas negras. Él era el amo y señor de los bajos fondos y hacia él caminé agitando aplicadamente la copia de mi DNI y mi recibo de pago. ‘¡DNI!’, vociferó. Tardé un poco en encontrarlo y se lo alcancé temblorosa. Con lapicero azul escribió sobre la copia de mi DNI el número 293. Ese era mi destino.

Lo que ocurrió después no fue algo nuevo. Los peruanos estamos acostumbrados a esperar por horas y nos adecuamos con gran habilidad a las dinámicas más absurdas con tal de conseguir lo que sea que nos hayamos propuesto. ¡Atención! ¡Preferencial! ¡Del 143 al 162! ¡Suban! ¡Y lapicero azul! ¡Repito! ¡Lapicero azul! ¡Del 223 al 241! Supe que mi suerte llegaría por lo menos tres horas más tarde, tiempo suficiente para degustar un sánguche de pavo a la leña en La Lucha.

Hasta ahí, aún a pesar de su precariedad, el sistema funcionaba. Había un orden asignado según la hora de llegada y a pesar del agobio de la espera, todos mostrábamos respeto por el otro. La justicia siempre es bien recibida por la mayoría de ciudadanos del mundo. Pero una vez que llamaron al 293 y me tocó subir con un nuevo pelotón de peruanos en busca de un documento que garantice nuestra identidad en el mundo, el caos empezó a asomar. Luego de la firma y la toma de huellas dactilares, el trámite parecía resuelto. Solo había que esperar la entrega del pasaporte. Habían pasado tres horas desde que el 293 me fue asignado. Esperar media hora más era tan solo una pequeñez. Nada se interpondría entre ese pasaporte y mis manos.

Pero el caos y la indignación no tardaron. La cosa fue algo así. Otro vigilante se paraba en la puerta de una pequeña oficina y gritaba los nombres y apellidos de los pasaportes que ya habían sido emitidos. El mismo vigilante pedía que las personas a las que llamaba hicieran una cola a su mano derecha, pero el problema es que el orden de la cola no correspondía con el orden de la llamada. Los vivos empezaron a formarse primero, los ancianos quedaron relegados, las madres con hijos pequeños perdieron la paciencia y una señora perdió los papeles: con el índice en alto exigió justicia y orden para todos. No pude dejar de sospechar que era fujimorista cuando repetía una frase como mantra: ‘¡Queremos orden! ¡Queremos orden! ¡Queremos orden!’. ‘Ya cállese’, le respondió alguien y por alguna razón me hizo feliz. Los reclamos se convirtieron en alaridos y de pronto me vi rodeada de celulares que registraban el alboroto. La gente pedía a gritos que se llame una por una a las personas que debían recoger sus pasaportes. El vigilante insistía con la máxima tramitadora: ‘haga su cola’.

Así pasaron otros 30 minutos. Por fin, leyeron mi nombre. Por fin, era alguien en el mundo.

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