Por: Verónica Klingenberger
Los motivos que llevan al suicidio son tan enigmáticos como aquellos que llevan al amor. Para detectarlos, los psicólogos han empleado dos métodos que básicamente han traído más frustración. El primero es investigar la vida de las personas que se mataron, incluyendo las notas que dejaron antes de morir, con el fin de encontrar alguna pista que nos lleve a entender por qué decidieron poner fin a su vida. El segundo, obtener una descripción del proceso mental a partir de la experiencia de aquellos que intentaron suicidarse. Hasta la fecha, nada ha funcionado como evidencia objetiva y las estadísticas solo aumentan la impaciencia. En años recientes han muerto más personas por suicidio que la suma de las víctimas por asesinato y conflictos bélicos. Al año, el promedio de suicidios en el mundo llega al millón. El dato espeluznante: el año pasado hubo más soldados americanos muertos por suicidio que en combate.
A pesar del progreso de la ciencia y la medicina, nada ha logrado reducir la tasa de suicidios en el mundo. Aunque se sabe cuáles son los grupos demográficos con mayor tendencia (personas con trastornos del estado de ánimo, personas aisladas, adultos que fueron abusados de niños, etc), poco se puede determinar a partir de ello. La razón es simple, la mayoría de personas de cada uno de esos grupos nunca ha tenido pensamientos suicidas. No hay información alguna que determine qué lleva a algunas personas a terminar con su vida y por qué otras nunca, ni en las circunstancias más dolorosas, se plantean matarse a sí mismos.
Esa incertidumbre llevó al hijo de un mecánico a convertirse en lo que el New York Times ha llamado ‘el detective del suicidio’. Matthew K. Nock tiene 39 años, es director del laboratorio de investigación clínica y de desarrollo de la Universidad de Harvard, y es uno de los estudiosos e investigadores sobre el suicidio más originales e influyentes de estos tiempos. Durante todos estos años, las investigaciones sobre el tema solo han llevado a teorías. Nock quiere aportar con data concreta, y para ello, trabaja junto con su equipo en la elaboración de una serie de tests y pruebas que lo lleven a lograr su objetivo primordial: prever el riesgo de suicidio en una persona así como se prevé el riesgo de un infarto.
Aunque los tests cognitivos no son tan certeros como un examen de sangre que determina el nivel de colesterol en un cuerpo, la búsqueda de Nock se dirige a tener resultados más rigurosos, menos erráticos. Un paciente siempre puede esforzarse por esconder sus pensamientos, pero es más fácil hacerlo verbalmente que hacer trampa en un test. Hasta el momento, lo único que está probado es que los pensamientos suicidas vienen y van, y no son algo fijo o constante. Y eso es lo que más entusiasma a Nock y a su equipo. Eso, y que la mayoría de pacientes que intentaron suicidarse siempre coinciden en algo cuando se les pregunta por qué lo hicieron. A todos ellos les alegra no haber muerto.