POR ZOË MASSEYFotógrafa@ZoePix
Segunda semana fuera de casa y ya preparándome para volver, con el alma agradecida, porque viajar no solo implica ir de un lugar a otro, sino abrir bien los ojos, respirar el momento, abrazar la emoción y, en mi caso, enfrentar el miedo del avión. Y eso que en Lima voy en combi.
Ciudad de Panamá es vertical. Ha crecido hacia arriba como no podría haberme imaginado. Edificios residenciales gigantes que quitan el aliento la hacen una ciudad muy moderna, con muchas vías rápidas y otras de tanto tráfico que la hacen a una sentirse en casa.
Podría hablar horas de la suerte de tener al Atlántico y el Pacífico a tan corta distancia y de lo rico que es meterse en esa agua templada y simplemente flotar panza arriba. Pero hay dos cosas que me dejaron aun más emocionada que el mar mismo (y eso es bien difícil).
1.El Canal de Panamá es una maravilla de la ingeniera por donde se mire, esclusas que elevan o bajan el nivel del agua para que monstruos flotantes gigantes puedan ir de un océano al otro en solo 8 horas. El precio de turista también es un poco increíble: 15 dólares, un poco mucho tal vez, pero igual valen la pena. Fui con el mejor guía de todos, uno que se sabía más historia que el propio ingeniero que hizo todo esto, un hombre lleno de anécdotas, risas, cariño e historia, mi famoso tío Danny.
2.El BioMuseo (www.biomuseo.com) logró hasta llenarme los ojos de agüita de emoción. Ahí yo podría vivir, pensé. Este museo no solo ha sido diseñado por el maestro de maestros de la arquitectura, Frank Gehry, sino que se inspira en la vegetación, la vida silvestre de Panamá, la naturaleza. Desde el centro del museo, una vista hacia la ciudad vertical y otra hacia la vegetación y el mar recuerdan al visitante la importancia de cuidar nuestro medio ambiente, o más bien, cómo si es que queremos lo moderno tenemos que cuidar nuestro hábitat. El techo representa copas de árboles y da como resultado un espacio ventilado que te aleja de manera ‘natural’ del calor infernal que te aplasta en la calle.
La visita es corta pero hermosa. Paseas con el oído, el tacto, la visión, y yendo por el jardín botánico sumas el olfato. Fósiles, insectos, una excelente infografía acompañada por un audio portátil que puedes oír al digitar el código que cada pieza te indica, un poco de historia de la mano de la ciencia y mucha reflexión sobre nuestro impacto en el planeta.
A esto súmale la sala en la que videos en seis pantallas enormes, del techo hasta el piso bajo un vidrio, te pasean por las maravillas naturales de este país que surgió al final de la formación del planeta tal como lo conocemos, cambiando el curso de la biodiversidad, las corrientes marinas y el mundo natural. En una sola palabra, WOW.
En una sala de exposiciones temporal está el megalodonte encontrado al excavar para la ampliación del Canal de Panamá, y en otra algo del trabajo de Gehry en el mundo. Pronto habrá un acuario que no se dedicará a sacar animales de sus hábitats, sino al rescate, protección e investigación de especies en peligro.
Cuando sea grande quiero trabajar ahí, je, aunque no sé si pueda estar a la altura de los chicos que guían en el museo, creo que todos estudiantes de carreras afines a este espacio.
Panamá es más que ‘shopping’, aunque hoy parece el nuevo Miami. Es verde por todos lados, es cebiche de noche mientras tomas una chela helada (no entiendo porque en Lima nos dan tequeños en los bares y no cebiche, honestamente, es una gran idea), es mar caliente, es arroz con coco y sol. Es el BioMuseo y el Casco Viejo, los Diablos Rojos y los rezagos gringos por todos lados. Lo único realmente malo que vi es basura por todos lados, un pésimo sistema de recolección, islas del Caribe llenas de descartables porque los venden sin tener la logística para deshacerse de estos. Doloroso, preocupante, pero solucionable si solo existieran las ganas.
Como dice en el BioMuseo: ‘Hace 3 millones de años Panamá cambió el mundo. Tú puedes cambiarlo hoy’. Yo volví exactamente después de 30 años porque, nuevamente, si sueñas con fuerza todo es posible.
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