POR VERÓNICA KLINGENBERGERPeriodista@vklingenberger
Cada vez es más común. Es el nuevo fanatismo espiritual de algunos millennials y el último refugio de uno que otro cuarentón que no se permite sensatas preocupaciones ni tristezas. El pensamiento positivo se impone en el mundo moderno y si evidencias cierta desconfianza podrás ser tildado rápidamente de amargado, poco espiritual o pinchaglobos. En su secta, no hay lugar para sentimientos tan humanos como la rabia, la tristeza o el pesimismo. Tampoco se permite la crítica ni el desacuerdo. Si algo malo te pasa será por tu culpa porque al final cada quien cosecha lo que siembra. Algunos radicales llegan a creer, incluso, que esos sentimientos pueden ser la causa de enfermedades como el cáncer. Así de implacables son en su dictadura de la felicidad. ¿Quieres enamorarte? ¡Sonríe y cree de verdad que alguien increíble llegará a tu vida!. ¿Necesitas más plata? ¡Quita ese puchero y verás que un mundo de oportunidades te espera a la vuelta de la esquina!
Mentira. El típico bullshit new age. Otra vez el cuento de la fe en versión budismo barato / Taller de perdón / Coaching / Sí se puede. Está bien que no andes por la vida en una constante neurosis, depresión o amargura (en casos extremos, visita un médico: la cabeza requiere el mismo cuidado que cualquier otra parte del cuerpo), pero tampoco hay por qué seguir a la enceguecida turba del pensamiento positivo. Dos cosas no son ciertas para empezar: 1. Que detrás de toda crítica hay envidia. 2. Que si tiene fe algo bueno te va a pasar.
Toda esa cháchara empezó en el 2006 con el bestseller El Secreto y desde entonces los fieles del mal llamado ‘positivismo’ han multiplicado sus fieles gracias a cierta filosofía corporativa (la felicidad produce más dinero) y esa enorme nueva industria del ‘wellness’.
Hace cinco años escribí sobre el libro Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo (Ed. Turner) de Barbara Ehrenreich, ensayista americana de 75 que ha tratado temas como el feminismo, (Por tu propio bien, Ed. Capital Swing), las terribles condiciones laborales de las clases estadounidenses más pobres (Por cuatro duros, RBA) y la antropología de las celebraciones (Una historia de la alegría, Paidós). En Sonríe o muere, Ehrenreich explicaba por qué el pensamiento positivo es, además de bastante estúpido, muy cruel. El punto de partida para la autora fue cuando le diagnosticaron cáncer de mama y descubrió que, además de luchar contra la enfermedad, tendría que enfrentar a un ejército de lacito rosado como insignia que le aseguraba que cualquier pensamiento negativo, algo tan natural para alguien en esa condición, podría ser la causante del peor de los desenlaces. Ehrenreich probaba en su libro cómo el pensamiento positivo no tiene el menor efecto sobre las tasas de supervivencia en enfermos de cáncer, y demuestra con devastadores testimonios, el terrible peso adicional que deben cargar los pacientes.
La enfermiza convicción de que el pensamiento positivo es esencial para la salud, la riqueza y el bienestar general está en todas partes (Ehrenreich lo señala incluso como una de las causas de la crisis financiera en EEUU), y hoy más que nunca en numerosas empresas y corporaciones: un jefe que exige ‘buena disposición’ y ‘mente positiva’ ante una meta imposible o amigos y colegas que ante un despido te aseguran que no hay mejor estímulo para reinventar tu vida.
El problema radica en que el pensamiento positivo nos hará perder tiempo y dinero, y en muchos casos, también la razón. Lo más preocupante como sociedad es que muchas veces el culto a la felicidad nos distrae de lo único que realmente puede ayudarnos a avanzar: el pensamiento crítico.