La muerte de Sánchez Cerro 87 años después, ¿un crimen sin resolver?

Por Fernando Pinzás

Un día como hoy de hace 87 años, Lima y el país entero atravesaban también horas de angustia e incertidumbre pero por otros motivos. El 30 de abril de 1933, en el entonces hipódromo de Santa Beatriz (Campo de Marte) y mientras pasaba revista a las tropas que se alistarían para un conflicto con Colombia, el presidente Luis M. Sánchez Cerro caía abatido a balazos mientras se desplazaba en su vehículo. Demostrando no tenerle miedo a sus muchos enemigos, que ya un año antes habían intentado acabar con su vida, el líder de la Unión Revolucionaria no había solicitado algún implemento de protección para su automóvil.

Pero esta vez, la suerte que lo salvó el 6 de marzo de 1932, cuando José Melgar le pegó varios tiros en la Iglesia de Miraflores, no la acompañó. El magnicida fue identificado como Alejandro Mendoza Leiva, un joven aprista que, pocos instantes después, fue abatido por los guardias.

El atentado generó tanto alboroto que las crónicas de la época mencionan que siguió una lluvia de balazos. El soldado de la guardia republicana, Teodoro Rodríguez, fue otra víctima mortal de esta jornada, mientras que otros miembros de su escolta terminaron heridos.

Según informó El Comercio, Mendoza Leiva vestía ‘de azul marino, usaba camisa blanca y usaba medias y zapatos amarillos’. Tenía ‘múltiples heridas de bala y 4 de lanza’.

La noticia del atentado se esparció rápidamente por Lima, una ciudad entonces mucho más chica, con cerca de 250 mil habitantes, y donde, por supuesto, no había ni internet ni televisión. Tras el atentado, el comandante fue trasladado al Hospital Italiano, donde falleció. Esto fue confirmado por la radio y en una edición extraordinaria del diario El Comercio, la tarde de ese mismo día.

El cadáver de Sánchez Cerro fue llevado a la capilla de Palacio de Gobierno, donde sus ministros y autoridades policiales y militares, además de miles de simpatizantes acudieron a despedirlo.

‘Sobre el ataúd que guarda los restos del general Sánchez Cerro estaban colocados su espadín y sombrero de picos de general con pluma blanca. En la parte superiore de la capilla había un Cristo de 2 metros de alto. Delante estaba la bandera de guerra del regimiento Escolta del Presidetne de la República. Una guardia de honor formada por soldados de este Regimiento con uniforme de gala y carabina al hombre rodeaba al cadáver. Seis cirios estuvieron permanentemente ardiendo durante el velorio’, informaba El Comercio.

El asesinato del ‘mocho’ solo se puede entender en el clima de profunda violencia política que vivía el país tras la caída de Leguía, derrocado precisamente por el asesinado presidente, en 1930. Irrumpió entonces el Partido Aprista, liderado por Víctor Raúl Haya de la Torre, con un programa nacionalista y de profundas reformas que generaron el temor en una parte del país. Sánchez Cerro, apoyado por el Perú católico, conservador y oligárquico, fue elegido para hacerle frente a lo que muchos aseguraban era una ‘amenaza comunista’ (¿suena familiar?).

En el poco más de año que gobernó, los enfrentamientos fueron imparables. Los apristas, por un lado, conspiraron, desconociendo la victoria del comandante y alegando fraude. El gobierno, por su parte, actuó desconociendo al Constitución y persiguiendo, deportando, encarcelando y asesinando a los opositores.

El crimen también se prestó a varias teorías. Muchos, entonces, le adjudicaron la autoría intelectual al general Oscar Benavides, quien asumió el poder inmediatamente. Uno de ellos fue el líder de la Unión Revolucionaria, Luis A. Flores, quien llegó a decir ‘el asesino está en Palacio’. Sea cierto o no, las conspiraciones siempre llaman la atención, más aún cuando quien mata a un presidente, como Mendoza Leyva o el asesino de John F. Kennedy, Lee Harvey Oswald, mueren sin haber explicado los motivos de sus crímenes.

Aunque se creyó que la muerte de Sánchez Cerro pondría fin a un periodo de violencia y persecuciones políticas, lamentablemente, nuestra agitada historia nos demuestra que eso, finalmente, nunca ocurrió.

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