’Abandono y despedida’, por Verónica Klingenberger

Las crisis tienen la particularidad de develar las cosas como son. En nuestro caso, el panorama revelado es el de un país en abandono total, devastador. Eso a pesar de los esfuerzos del gobierno, que hasta ahora, por más errores y ajustes, me parecen por lo menos decentes. ¿Que pudo tocarnos algo peor? No tengan la menor duda.

Durante por lo menos 20 años, nuestro país tuvo un crecimiento económico continuo y pudo sobreponerse a dos décadas muy dañinas para su desarrollo, como los 70 y 80. Con la reactivación económica propiciada por el cleptócrata Fujimori, las familias peruanas empezamos por fin a reponernos, pero con una consecuencia social y política muy grande: el crecimiento desmedido de la informalidad. ¿Por qué? Porque la reforma económica e institucional que planteó el Fredemo fue plagiada solo a medias y únicamente en términos económicos.

En las décadas que siguieron, el número de informales se multiplicó con la misma celeridad que los contagiados de hoy: alrededor del 70% de peruanos no aporta un sol al Estado y aún así, y gracias a esa minoría aportante a la que alguien sugirió cobrarle más aún, el gobierno puede ejecutar las políticas de emergencia que nos mantienen vivos. Por ahora.

Durante años ha sido impensable tocar el tesoro público debido a nefastos antecedentes -como la estatización de la banca propiciada por García- y a que nuestro Estado era pobre y corrupto. Hoy, al menos ya no es pobre, pero qué difícil se nos hace gastar bien debido a la corrupción, burocracia, la desafiante geografía y las abismales diferencias sociales y culturales que tenemos los peruanos. Sabemos eso ya casi por intuición histórica: el Estado no hace nada por mí. Yo tampoco le daré nada al Estado. Debo enfocar todas mis fuerzas en salvar mi propio pellejo y el de mi familia.

¿Somos libres? ¿De qué libertad hablamos cuando un peruano está obligado a vivir con toda su familia en un cuarto de 10 m², por el que paga 300 soles al mes? ¿En serio creemos que alguien en su sano juicio va a pensar en volver a su tierra caminando por mero capricho? Esa es solo una de las caras de la desesperación. Los llamados caminantes son los nuevos migrantes de ese Perú de la economía milagrosa. Somos otro caso de ‘éxito’ de América Latina que hoy deja ver sus profundas cicatrices.

Para vivir en un país donde todos nos sintamos a salvo necesitamos estar de acuerdo en lo básico: educación y salud de calidad para todos. Recién cuando garanticemos eso podremos hablar en algún sentido de libertad. Las principales reformas deberán enfocarse en modernizar el Estado e implementar metodologías de ejecución que funcionen (¿el Congreso está haciendo algo además de contagiarse de Covid?). Debemos repensar, o al menos rediseñar, la autonomía de los gobiernos regionales y de los cientos de municipios que hoy solo son un coladero para nuestros ahorros. Debemos asegurarnos no solo de que no se robe, sino de que la plata se gaste bien, de lo contrario no llegaremos a ninguna parte y las crisis que vengan -que con el planeta agonizante, también van a multiplicarse- terminarán por quitarnos todo lo que tanto nos costó ganar. Solo así, ofreciendo servicios públicos básicos, ese gran grueso de peruanos informales terminará convenciéndose de que pagar impuestos puede ser también la mejor inversión para un ciudadano.

(Despedida: Esta es la última columna que escribo para este medio. Han sido alrededor de nueve años, pero la crisis también llega a los escritorios de la clase media. Quién sabe, quizás nos reencontremos cuando pase la tormenta. Gracias por leerme y gracias por la oportunidad).

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