Por: Verónica Klingenberger
Dejémonos de cuentos. Cuando los jugadores son buenos, la mayoría de veces lo que nos fascina o repele de ellos no tiene nada que ver con su forma de jugar. Ni Messi ni Neymar Jr. me emocionan mucho dentro o fuera de la cancha, aunque me dejen con la boca abierta, impactada, con cada pase, gol, golazo que firman en cada partido de este Mundial. Quizás haya algo más en las grandes figuras del fútbol, algo con lo que conectamos, algún punto en el que nos reconocemos o identificamos quién nos gustaría ser si pudiéramos ser un crack del fútbol. Yo quisiera ser Robben. O Müller. No, mejor Robben.
¿Por qué elegir a un jugador a quien sus compañeros de equipo, en el Bayern Munich, le han puesto de apodo ‘Aleinikov’ (Alone-ikov, Solo-nikov)? ¿Por qué preferir a ese cretino al que Ribery no le aguantó más niñerías, y en el camerino, durante el entretiempo de aquella final que jugaron los bávaros contra el Real Madrid, le estampó un puñetazo en la cara? Robben es odioso por varias razones. Su motto parece ser ‘pásenme la pelota siempre que puedan porque lo más probable es que yo sea el único capaz de marcar un gol ante la ineptitud de todos ustedes’. Y no son pocos los que le refriegan en la cara que el único inepto, en incontables oportunidades, ha sido él: ese gol perdido solo frente a Casillas en la final del Mundial pasado ante España, por ejemplo, o los penales que falló contra el Chelsea, en el tiempo suplementario de la final de la Champions, y contra el Borussia Dortmund en partido clave por el título de la Bundesliga alemana, ambos del 2012.
Pero cuando las cosas le salen bien, Robben es capaz de emocionarme a otro nivel. Primero que nada, nadie corre como él: acaba de ser declarado el futbolista más rápido del mundo luego de la carrerita en la que dejó a Sergio Ramos como un poste. La FIFA dice que el cronómetro llegó a marcar los 37 km por hora, dejando bien atrás, entre otros, a dos estrellas como Cristiano Ronaldo (33,6 km/h) y Messi (32,5 km/h). Luego está lo que hace una vez que atraviesa el área de penal de la cancha rival. Usualmente es siempre lo mismo. Se lleva a uno, se lleva a dos, mete un gancho hacia la izquierda, se acerca más al arco, se lleva a otro, y mete un cañonazo que termina deformando las redes. Su forma de anotar me genera un curioso alivio. Es como si Robben tuviera rabia por algo (dicen que juega medio partido con un puchero que solo desaparece cuando tiene la pelota a sus pies) y se librará de ella cada vez que la pelota entra al arco. Como si cada gol fuera una venganza contra algún enemigo imaginario, una forma de recordarle a todos sus detractores quién es él y por qué está ahí. Pocos celebran los goles con tantas ganas. Dicen que hasta en los entrenamientos juega a morir y celebra cada gol o huacha que le hace a sus propios compañeros de equipo.
Ahora más que nunca, Robben quiere ganarlo todo. Con unas ganas que solo se ve ahora en jugadores como Thomas Müller, Luis ‘El Perro’ Suárez, Mascherano, Buffon, o los clásicos Maradona, Klinsmann, Rijkaard y Cannavaro. Y ojalá lo consiga. Sería divertido que este sea su Mundial y que Brasil se tiña de anaranjado.