Por: Verónica Klingenberger
La homofobia tiene muchas caras aunque muy pocos homofóbicos se reconozcan en ellas. Todas son patéticas, por cierto, pero creo que la peor es la que concede y luego pone el parche: “estoy a favor de la unión civil, pero no del matrimonio y menos de la adopción de hijos por parte de parejas gays”. A mí, personalmente, es la que peor me cae. Por hipócrita y cobarde. Prefiero, y eso es decir mucho, a los mamarrachos dogmáticos que lanzan versículos de la Biblia cual dardos venenosos para justificar su ignorancia y fanatismo. Ellos, incluso, logran conmoverme por ratos. Su ignorancia me genera vergüenza ajena y un extraño y secreto regocijo ante su evidente inferioridad intelectual. Finalmente, tampoco escribo para ellos porque es un grueso de la humanidad que ni siquiera se da el lujo de permitirse dudar. Su excusa es su fe. Su argumento es Dios. Y pucha, qué flojera.
Ante la psicosis compartida más aceptada, poco podemos hacer los que optamos por la razón. Los que llevan su creencia como pancarta ni siquiera han notado que su Dios, al menos el del Antiguo Testamento, es un personaje aterrador. Richard Dawkins lo pintó así en su libro “El espejismo de Dios”: “El Dios del Antiguo Testamento es posiblemente el personaje más desagradable de toda la ficción: celoso y orgulloso de ello, injusto, despiadado, control freak, vengativo, un limpiador étnico sediento de sangre, un caprichoso y malvado bravucón misógino, homofóbico, racista, infanticida, genocida, filicida, megalómano y sadomasoquista”.
Una rata de barba blanca y dedazo inquisidor. Aunque debo dejar claro que conozco a muchos creyentes que amoldaron sus creencias y enfocaron su credo en lo positivo: “Dios es amor” o “Dios es todo lo bueno que hay en nosotros”. No comparto su fe, pero la respeto. Sospecho además que son personas de buen corazón y gran tolerancia hacia las minorías y los perseguidos. Muchos creerían que la religión va de eso, pero ya vemos lo que sale de ella cada vez que se tratan, por ejemplo, los derechos sexuales y reproductivos en nuestro país.
Lo que es peor es que la razón no tiene lugar en esta “discusión”. “The Righteous Mind” (algo que podría traducirse como la “mente moralista” ) es un libro escrito por el psicólogo social Jonathan Haidt. En él, Haidt plantea que nuestra razón está subordinada a nuestras emociones. Ante cualquier tema nuestra primera reacción es intuitiva. A partir de ahí, construimos argumentos (o cualquier cosa) que justifiquen eso que sentimos como lo correcto. Las emociones serían la principal fuente de nuestra moral y el alimento primordial de la superstición y conflicto, religión o postura política. El libro, muy celebrado por la crítica, ha generado controversia sobre todo por una hipótesis: nuestros principales juicios morales podrían ser heredados. Gracias a la selección natural, nuestro código genético tendría una fuerte carga moral que marcaría nuestra futura inclinación social, política o religiosa. Así pues, parece que las cartas están echadas. Somos zombis programados que nunca nos pondremos de acuerdo.
Pero no todo está perdido gracias a la ciencia y el Estado. Por un lado, los estudios de hoy están enfocados en ver cómo el entorno podría ablandar esas posturas morales. Por el otro, le compete al Estado garantizar reglas mínimas para que todos vivamos con las mismas condiciones. Para lo último es indispensable que las leyes del hombre protejan a todos los ciudadanos por igual. Y por eso es una obligación que el Congreso apruebe la discusión del proyecto de unión civil y prohíba cualquier “argumento” o actividad religiosa que promueva la homofobia en sus fueros. Empecemos por lo básico: un debate de ideas, basado en evidencias y no en opiniones fanáticas sin sustento. La tarea ya está hecha en los países más desarrollados. Solo hay que copiarla.