POR VERÓNICA KLINGENBERGERPeriodista@vklingenberger
Leñador (Mike Wilson, Orjikh Editores) es una novela de 520 páginas sobre un tipo que decide dejarlo todo e irse a vivir con una comunidad de leñadores a los bosques del Yukón, al noroeste de Canadá. Ese exilio, que es más bien una mezcla de retiro espiritual con autocondena a trabajo forzoso, es una manera de despojarse de todo accesorio, sacudirse de todo artificio, a nivel existencial para el protagonista y a nivel de lenguaje para el autor. Leñador fue un éxito de crítica (Wilson es considerado una revelación de la literatura de la región) y de público, algo que extraña y entusiasma a la vez.
Mike Wilson es un escritor raro y eso casi siempre es bueno. En su caso, me basta con haber leído solo este libro para comprobarlo. Tiene nombre de gringo porque nació en Misuri en 1974, pero emigró a Chile y Argentina, país de su madre, donde creció y leyó a Borges, Arlt, Piglia y otros. Volvió a Estados Unidos a estudiar Literatura Hispánica en la Universidad de Cornell y desde el 2005 vive en Chile, donde es profesor universitario. Escribe en español y lo hace casi enteramente para él. Se nota. Lo delatan sus temas, formas y la manera en la que se ha desenvuelto profesionalmente (pasando de editoriales grandes como Alfaguara a muy pequeñas como Orjikh en Chile y Fiordo en Argentina).
Leñador es también un libro raro. Es bello, hipnótico y delicado. Una mezcla de diario, cuaderno botánico e inventario. Hay mucho de enciclopédico en él y por ratos uno llega a sentir que el autor busca deshacerse de ti para quedarse solo. La parte narrativa se reduce a unos cuantos párrafos, en los que comparte su mirada sobre la naturaleza, el campamento y la rutina, siempre dejando que se cuele cierta angustia o melancolía. Lo demás es una enciclopedia del bosque, un diccionario donde describe qué es un hacha, un búho, un martillo o cómo debe uno abrigarse para sobrevivir a los largos inviernos del norte. Es minucioso y obsesivo. Agotador por ratos. Pero algo extraño ocurre en la lectura: uno empieza a ver y sentir ese mundo casi sin intermediarios porque es como si el autor se borrara y solo apareciera esporádicamente para decirte ‘hey, sigo aquí, contigo’.
Hay un pasaje en el que el protagonista encuentra un almanaque agrícola y lo lee. Vuelve a él muchas veces. Y en una parte escribe lo que quizá haya intentado hacer con esta novela: ‘Los almanaques pertenecen a otro tiempo y a otra mentalidad, así como las guías telefónicas o los manuales de niños exploradores. Son libros sin ánimo creativo, escritos al servicio de una función pragmática. Sin embargo, me surge la duda de qué son cuando pierden su utilidad. Un manual de instrucciones que detalla la manutención de motores a vapor, ¿sigue siendo un manual aun cuando ya nadie utiliza motores a vapor? Puede ser. O quizás sea otra cosa, quizás a partir de la obsolescencia de un texto este se vuelva literatura, se vuelva arte. El manual, el almanaque, la guía, pasa a ser novela, una novela dotada de una honestidad brutal, sin artificio, sin pretensiones ni ambiciones literarias, sin ánimo de vanguardia ni de experimentación, simplemente un texto libre de espejismos’.
Al final es eso. El paisaje y el frío, los animales y sus costumbres e instintos, el hombre y sus herramientas y, claro, los árboles, terminan abarcándolo todo: son la única certeza que importa, la verdad, lo que es. El escritor lo sabe y el lector más paciente termina entendiéndolo también. Y lo agradece.
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