POR VERÓNICA KLINGENBERGERPeriodista@vklingenberger
La convocatoria llega vía email: El miércoles 17 de mayo del 2006, un grupo de amigos queda en reunirse para ver la gran final de la Champions League, Barcelona vs. Arsenal. Acepto acudir a la cita no sin antes dejar claro, y en negritas, que un partido entre un equipo catalán y otro inglés me importaba cuatro pitos y que en el fondo deseaba que ambos perdieran. Soy una peruana amargada. O eso creía.
Y también impuntual. Diez minutos de espera son mucho para los europeos. Ya en la Plaza Rius y Taulet me disculpo sin mucho éxito y propongo ir a un bar en la calle Torrent de l´ Olla, una concurrida vía del barrio de Gracia, al norte de Barcelona. Para mi desgracia y la creciente rabia de la comparsa, el bar es inglés (pero bueno, tiene la mejor pantalla plana de la zona). ‘No pienso ver la final en un bar de guiris’ sentencia alguien. Bien dicho, decidimos verlo en uno cubano.
El Elsa Bar le debe su nombre a la cubana más fanática del Barza que conozco. A la única, para ser sincera. Santitos, velas, la azulgrana bien puesta (y hasta pintada en las mejillas) y cada dos segundos, el himno de los ‘culés’ a todo volumen anuncian, por lo menos, una noche pintoresca. Luego de dos cervezas, un gol anulado, un portero expulsado y cinco papelitos teledirigidos al gringo cabezón que nos tapa la mitad del primer tiempo, el bar enmudece. El central inglés Campbell mete un golazo de cabeza, el primero para el Arsenal.
Perder es algo que nadie sabe hacer mejor que un peruano. Desde que tengo uso de razón, el Perú casi siempre ha perdido y esa afirmación no es consecuencia de mi amargura, quizá sea más bien la causante. El único momento glorioso que recuerdo haber vivido fue en Seúl 88, cuando el voley peruano estuvo a punto de coronarse campeón olímpico. Pero una vez más, perdimos.
El medio tiempo llega y con él, el convencimiento de que la culpable de la derrota soy yo. Lo confieso ante mis amigos: ‘Soy el mal agüero’. Ellos, con seriedad aplastante, me invitan a salir un rato. Salgo a la calle y me siento en una grada. Ahí, mi prima y dos amigos peruanos se unen a mi frustración y recordamos todos juntos y en familia lo que estamos tan acostumbrados a sentir, la derrota.
El segundo tiempo arranca con un Barza desesperadamente ofensivo y un Arsenal con 10 hombres en la cancha. Un pakistaní que vende rosas me pregunta cómo va el encuentro. ‘Perdemos 1 a 0’, le respondo para verlo alejarse y entrar al Elsa. Al segundo, un estruendo sacude Barcelona. Eto´o consigue el empate, Elsa compra todas las rosas y las lanza sobre sus eufóricos clientes y yo corro en busca de mis amigos. Fue un abrazo que hasta hoy me pone la piel de gallina. Sobre todo porque a los pocos minutos el brasileño Belletti marca el segundo para el equipo catalán y luego de 14 años sin ganar la copa europea, la victoria parecía quedarse en casa esta vez.
El pitazo final es un solo de gritos. La fiesta dura dos días. Dos días de bocinazos, de borrachera en las calles, de autos con banderas, de niños y ancianos despiertos a las tres de la madrugada, de gente con una sonrisa imborrable, bailes, saqueos y desmanes también, pero bueno, hemos ganado. Así, en plural. Porque esa noche, todos fuimos del Barza y la ciudad se tiñó de azul y granate. Porque cuando Elsa, con sus 60 años, puso We are the Champions, el clásico de Queen en su pequeña radio, todos gritamos aquella parte en la que Mercury deja bien en claro que solo se consigue la victoria cuando se lucha hasta el final.
Hace apenas dos noches, la selección peruana hizo algo parecido frente a Uruguay. Claro, no fue una final, y la clasificación a estas alturas es prácticamente imposible. Pero no hay mejor forma de acercarse a ella que aprendiendo a ganar. Y eso es lo que hay que seguir haciendo.
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