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(Opinión) Cocteles suicidas

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Por Verónica klingenberger

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Anne Sexton murió el 4 de octubre de 1974. Luego de cenar con la poeta Maxine Kumin, manejó hasta su casa. El clima estaba templado ese otoño y su ánimo, según recuerda Kumin, parecía el mejor. Sexton se sirvió un último vaso de vodka, se quitó los anillos y sacó de su armario el viejo abrigo de pieles de su madre. Volvió a su viejo Cougar rojo del 67 con el vaso frío entre las manos, se acomodó en el asiento del conductor, lo encendió, puso la radio y se quedo dormida. Nunca más despertó.

Quince años antes, en el seminario de literatura de Robert Lowell, Sylvia Plath y Anne Sexton se conocieron. Plath tenía 26 y esperaba terminar ese año una novela y un libro de poemas, y tener un hijo un año más tarde. Era meticulosa con sus metas intelectuales y artísticas. Planificaba sus proyectos comparándose con Virginia Woolf. Sexton, en cambio, era un ama de casa que escribía a manera de terapia desde los 28 años, preocupada tanto por la poesía como por el esmalte de sus uñas, madre de dos niñas y con una tremenda ignorancia literaria. Plath reparó en Sexton, cuyos poemas le causaron una fuerte impresión y una encendida admiración: ‘Pienso en particular en la poeta Anne Sexton, que también escribe sobre sus experiencias como madre; una madre que ha sufrido una crisis nerviosa, una mujer joven extremadamente emotiva y sensible. Sus poemas están maravillosamente elaborados y por otra parte tienen un género de profundidad emocional y psicológica que a mí me parece absolutamente nuevo y excitante’.

Sexton y Plath se acostumbraron a ir al bar del Ritz para tomar unas copas después de las clases. Durante esas tardes, entre aceitunas y humo, ambas encontraron el tema perfecto para tanto glamour: la muerte. Hablaban de ella largamente, con detalle y en profundidad, mientras comían papas fritas. Para ambas el suicidio era lo opuesto al poema. Y siempre acostumbraban hablar de opuestos. ‘Hablábamos de la muerte con encendida intensidad, las dos atraídas hacia ella como la bombilla que atrae a la polilla. ¡Dejábamos que la luz nos engullera!’, recuerda una elocuente Sexton en sus cartas.

El 11 de febrero de 1963, una mañana helada despertó a Sylvia Plath. A las seis de la mañana se paró de la cama y preparó el desayuno de sus hijos. Luego volvió a subir las escaleras para dejarles una bandeja con pan, mantequilla y dos jarritas de leche en la pequeña habitación donde aún dormían. Se encerró en la cocina. Tapó todos los resquicios con toallas, puso su cabeza en el horno y abrió el gas. Cuando la encontraron, todavía estaba tibia. Tenía 30 años.

A la mañana siguiente los periódicos americanos informaron que la poeta Sylvia Plath había muerto en Londres y atribuyeron su muerte a una neumonía. El suicidio de Plath generó en Sexton una tétrica competencia. Ante su psicólogo se lamentó por no haber sido ella la que se suicidara. ‘Esa muerte era mía’, reclamó, y terminó por recriminarle el haber roto una promesa. Ambas se habían jurado que renunciarían a la muerte como quien deja de fumar. Todos esos sentimientos terminaron convertidos en un irregular poema titulado ‘Sylvia´s Death’.

Ni Sylvia Plath ni Anne Sexton dejaron cartas de despedida.

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