Tener “compañeros de cementerio”, vivir la eternidad colectivamente, es la elección que hizo hace una década, junto a su marido, Kumiko Kano, una sonriente septuagenaria de Tokio.
“Cuando mi esposo vio el dinero que su hermano mayor gastaba para las estelas funerarias familiares, decidimos juntos que nosotros no lo necesitábamos, y que no queríamos que nuestros hijos cargaran con algo así”, contó a la AFP en el cementerio de Sugamo, en el nordeste de la capital.
En el sintoísmo o el budismo los creyentes deben ocuparse, generación tras generación, de sus difuntos. En altares domésticos, las fotografías de los desaparecidos observan a los vivos, reciben sus oraciones y las ofrendas de fruta, alcohol o cigarrillos a cambio de protección en el más allá.
Sus restos mortales son incinerados y las cenizas conservadas en tumbas de construcción y mantenimiento onerosos. Cada una acoge a una generación junto al hijo mayor y su familia. Las hijas son enterradas con sus maridos y los hijos más jóvenes deben hacerse construir su propia tumba.
Con las manos juntas, Kumiko reza frente a una estela individual pero ante un largo muro de mármol gris oscurro con miles de nombres grabados: es la tumba colectiva en la que su marido descansa desde 2008, con 3.000 “vecinos”. Hay sitio para 6.000 difuntos.
Las iniciales de su nombre ya figuran en ella pero por el momento en rojo. Cuando “forme parte del muro” pasarán a ser negras.
Pero por el momento, Kumiko está viva y encantada de estarlo. Nunca siente los remordimientos que acechan a veces a las personas que no se ocupan de las tumbas de un ser querido.
“Si no puedo venir durante un tiempo, me siento un poco culpable pero me tranquiliza llegar y ver muchas flores”, cuenta.
Y de vez en cuando Kumiko queda con un grupo de personas que decidieron pasar la eternidad juntas en un lugar concreto, previsto, reservado.
Porque antes del último viaje, los candidatos deben aprender a conocerse, a apreciarse para, según creen, vivir mejor la muerte juntos.
Y para ello se reúnen en un club asombroso, el “Moyainokai”, literalmente “trabajar juntos”, que organiza excursiones a la campiña o sesiones de lectura en grupo.
La idea de crear el Moyainokai la tuvo hace 25 años un sacerdote budista para “la gente preocupada por su funeral porque no tiene hijos o familia”.
Su hijo Ryukai Matsushima retomó el negocio para “crear vínculos que no estén basados en la sangre”, dice, mientras desliza el ratón del ordenador por una pantalla vertical encastrada en el mármol del cementerio con la lista de todos los “inquilinos” del muro, y los que no pudieron grabar su nombre por falta de sitio.
Matrimonios en tumbas separadas
Gracias a este mapa, los familiares pueden hacer aparecer el nombre del difunto en la pantalla para rezar por él.
En Japón la gente vive muchos años y algunos no se sienten tentados por prolongar la vida de pareja en el cementerio.
Syohei Maekawa, un operador turístico especializado en la visita a lugares de descanso eterno lo confirma.
“Sobre todo no lo cuente pero no quiero que me entierren con mi marido”. Esta extraña confesión, Syoihei la escuchó de boca de varias clientas que se plantean seriamente una tumba separada.
“No quiere decir obligatoriamente que hayan tenido malas relaciones con sus maridos, sino que sencillamente quieren poder tener cosas por sí mismas”, estima la socióloga Haruyo Inoue.