Por: Rodolfo Rojas
A fines de los 70, los Estados Unidos llevaban varios años de declive económico y político. El aumento del precio del petróleo, una prolongada recesión con altos niveles de inflación y la crisis de los rehenes en la Embajada en Irán, habían creado un ambiente derrotista. Acaso habían perdido la esperanza en el futuro, uno de los rasgos más nítidos de la nación cuya creación fue calificada por el historiador británico Paul Johnson como ‘la mayor de las aventuras humanas’.
Pero en 1981, una vez en el poder, Ronald Reagan se propuso devolverle a su país la primacía económica con una agenda sencilla: bajar los impuestos, disminuir el gasto social, reducir el aparato estatal y promover la acción del libre mercado como el mejor asignador de recursos. En el ámbito militar su objetivo fue incrementar considerablemente el gasto para demostrar que la superioridad soviética era una ficción.
En apenas dos años, la recuperación de la mayor economía del mundo estaba en marcha. Se crearon cerca de 18 millones de empleos. El Estado se aligeró y se revitalizaron miles de agentes económicos. Pequeñas, medianas y grandes empresas, pusieron en marcha lo que se conoció como el reaganismo.
Sin embargo, su obsesión por adelgazar al Estado dejó a muchos sin protección, ampliando la brecha entre ricos y pobres, desafío con el que Barack Obama aún lucha.
Pero el aporte más importante de Reagan no se puede cuantificar ni medir. Se halla en el ámbito de los valores y las ideas. El ex gobernador de California tuvo la visión para saber lo que estaba en juego. Y tuvo el liderazgo necesario para devolver la iniciativa y la confianza a la sociedad norteamericana , que desde el escándalo de Watergate había visto cómo uno a uno los cimientos de su sociedad eran cuestionados, a veces desde el mismo sistema.
Reagan no fue siempre republicano. Había votado cuatro veces por Franklin D. Roosevelt. Fue su experiencia como vocero de la General Electric la que lo empujó a la conclusión que sería el leit motiv de su acción política: ‘El verdadero enemigo no eran los grandes negocios sino el gran gobierno’.
Esa experiencia le permitió, además, desarrollar una habilidad que sería una de sus grandes armas como político, la capacidad de explicar temas complejos en un lenguaje sencillo, al alcance de todos los ciudadanos: ‘La recesión es cuando el vecino pierde su trabajo. La depresión es cuando pierdes el tuyo. Y la recuperación es cuando Jimmy Carter pierde el suyo’. Con esta frase de campaña liquidó a su oponente y se hizo de la presidencia con relativa facilidad.
Además de carisma, Reagan tuvo el mayor poderío militar y económico para cumplir con uno de sus anhelos, derrotar a la Unión Soviética, a la que calificaría en aquel histórico discurso en la Puerta de Brandemburgo como ‘el imperio del mal’.
La alianza con la señora Thatcher, que estaba mejor equipada intelectualmente, dio un impulso a las ideas liberales y conservadoras e iniciaron un ciclo de expansión económica que duraría hasta la crisis bursátil de 2008. En América Latina, los efectos de esas políticas se conocieron como el Consenso de Washington.
Hoy que los gobernantes confunden la política con la administración, deberían recordar a Reagan, un actor de clase b, movilizó a una nación que se encontraba profundamente desorientada sobre su papel en el mundo, armado de unas pocas ideas y de una profunda convicción en el poder de la libertad, además de un talento sin igual para comunicarse con un agudo sentido del humor.