Dios debe ser un tipo muy arriesgado para ser el copiloto del psicópata dispuesto a matar y morir solo para llegar 16 segundos antes que el resto al semáforo. A veces la psicópata soy yo, en el tránsito limeño todos intercambiamos roles eventualmente. Manejar en Lima es un acto violento que requiere ciertas habilidades y alguna que otra patología a favor de la supervivencia: osadía (para no quedarte en un cruce eternamente o simplemente salir de casa), reflejos (para no atropellar al peatón que cruza en diagonal o evitar al taxi que para donde sea que lo paren), y sobre todo, blindaje emocional (para que no te afecten los insultos, bocinazos, el embotellamiento de turno, ni todo lo expuesto en los paréntesis anteriores).
Más del 70% de vehículos que existen en el Perú están en Lima y más del 80% de limeños usa el transporte público que tiene cinco veces más unidades de las que necesitamos. Las estadísticas son igual de pesadas que una Hummer con lunas polarizadas, pero la verdad es que nos ayudan a despejar un poco el camino hacia una ciudad más segura y amable para todos. La educación vial es urgente, pero es un trabajo que no verá resultados en, por lo menos, 15 años después de que se haga una verdadera campaña.
No todo es culpa nuestra. Lima es una ciudad que ha crecido más rápido que sus calles y avenidas. Pero mientras esperamos que se formalice el transporte y se implementen nuevas y mejores rutas, hay algunas preguntas que podríamos hacernos.
¿Por qué ceder el paso a peatones y ciclistas nos hace sentir vulnerables frente a los vehículos que están detrás de nosotros? ¿Acaso somos más idiotas por esperar dos segundos a que pase alguien y luego retomar nuestro camino? ¿Por qué tocamos el claxon para dejar claro que somos un monstruo implacable que no está dispuesto a detenerse ante nada? ¿Tocar el claxon equivale a empujar a alguien? ¿A gritarle ‘arrímate’ al oído? ¿Lo haces también cuando caminas?