Verónica Klingenberger, @vklingenberger
En la era de la televisión en tecnicolor no había un escenario tan funcional para el desfogue humorístico como la chacota colectiva en el salón de clases. La reelaboración del discurso oficial, esos referentes que veíamos en la publicidad o en los programas de TV, era efímera y su audiencia era selecta, al limitarse solo a los amigos o compañeros de la clase.
Con la aparición de Internet, la chacota se masificó, y el salón de clases compartido por 40 chicos se transformó en un patio universal donde millones se apoderan de algo y lo transforman hasta el infinito. El resultado es la carcajada colectiva, el LOL (acrónimo de ‘laughing out loud’) y su eco interminable en redes sociales y foros aún cuando el chiste no de tanta risa o no siempre se entienda.
Sería un error pensar que la diversión vino o se intensificó con la web en estos últimos años. También es un facilismo pensar que Internet cambió todo. En 1989, por ejemplo, ya existían boletines online que consignaban términos de la jerga geek como L8SER y LOL. Y mucho antes, en los sesenta por ejemplo, Paul Krassner utilizó a los personajes de Disney y los presentó en un escenario muy lejano al castillo del cuento de hadas: una orgía salvaje. Divertirse es más una tradición que una insurrección en los tiempos del hueverto de Anonymous.
¿Qué está ocurriendo ahora? ¿Por qué la imagen de un perro o un niño levantando el puño es el pretexto perfecto para estamparle la frase de nuestra preferencia y atacarnos de risa? ¿Vivimos una explosión de ingenio o celebramos la estupidez más que nunca? ¿Hemos reemplazado la crítica pública por el meme hostigador? No hay que ponerse paranoicos. Me divierten los memes. Me gusta esa imagen de una mujer que remeda un aviso de los cincuenta y que exige un maldito trago cuando todos esperábamos que pida otro té. Pero hay otros que veo reproducirse con feroz tenacidad a pesar de no encontrarles ningún sentido en el mejor caso. En el peor caso solo los reconozco como una oda al prejuicio o a la ofensa. Quizás la clave esté en preguntarnos de qué nos reímos exactamente antes de intercalar compulsivamente la tecla J y la tecla A. LIKE A BOSS!